EL ANONIMATO DE LA MUJER DE LOT: EMBLEMA DE PROGRESO

 

Prof. Rodrigo Varscher

Al recorrer las peripecias de Abraham y su familia en el Génesis, llama poderosamente la atención el episodio de la destrucción de las ciudades de Sodoma y Gomorra que fueron exterminadas junto a sus respectivas poblaciones por decisión divina.

La situación era insostenible e inminente: demasiada era la corrupción y la maldad en esas ciudades como para seguir justificando la legitimidad de su existencia. Entonces por intermedio de emisarios divinos, Lot, el sobrino de Abraham, recibe la orden de abandonar la ciudad junto a su mujer y sus hijas. Sin embargo, la orden vino acompañada de una seria advertencia: “Escapa por tu vida; NO MIRES TRAS TI, no te pares en toda la llanura; escapa a la montaña, no sea que perezcas” (Génesis 19: 17). Unos versículos más adelante, se vuelve a enfatizar la urgencia de salir y avanzar: “Date prisa, escapa allá, porque nada podré hacer, hasta que llegues allá” (Génesis 19: 22).

A Lot le dio el tiempo justo para llegar y no verse abrumado por la lluvia de azufre y fuego que había arrojado Dios desde el cielo. Su mujer, en cambio, corrió otra suerte: “Y su mujer miró hacia atrás; y se convirtió en un pilar de sal” (Genesis 19: 26). Eso es todo lo que se cuenta sobre la mujer de Lot: se dio vuelta y quedó hecha un mineral. Nunca más se vuelve a hacer mención de este personaje en el resto del texto bíblico. La historia prosigue como si no hubiera sucedido nada relevante. El suceso nos deja perplejos y meditabundos: ¿por qué se convirtió en un pilar de sal, y qué relación tiene con el haber desoído la orden de no mirar hacia atrás?

He allí una lección muy profunda y trascendente de nuestras fuentes: el tornar la vista hacia atrás, es decir, orientarse en sentido contrario a la dirección inexorable y progresiva del tiempo, nos fosiliza, nos deja anquilosados, mineralizados como un pilar de sal, que solo se puede conservar porque es inerte e inmune a los cambios del ambiente, a los movimientos del sistema, a las dinámicas interactuantes. En consecuencia, esa naturaleza resistente e intransigente al cambio nos deja impedidos de avanzar en nuestro curso de vida y acabamos diluyéndonos en polvo, en sal, en mineral, y pasamos a integrar ese reino de la naturaleza que carece de vida propia cuya existencia es inanimada, no tiene alma, no tiene espíritu, no tiene sensibilidad.

El pecado de la mujer de Lot fue dirigir su mirada hacia el lugar de la iniquidad, la corrupción, la maldad, la destrucción, y no lograr desarraigarse del lugar donde germinaban todas esas conductas primitivas, retrógradas, antisociales e inhumanas propias de la sociedad bárbara e incivilizada, allí donde no residía la “presencia divina”, donde imperaba el estancamiento, la hostilidad y la violencia, donde no había cabida para el cambio, donde todos “miraban hacia atrás”, a diferencia de Abraham, que decidió ir “más allá” (así se convirtió en “hebreo”) y encaminarse hacia adelante para no regresar más a su ciudad de origen.

Es realmente significativo que, mientras que los personajes que se dispusieron a avanzar en la historia fueron recordados con nombre propio (Abraham y Lot), la que se ahincó en el lugar y optó por mirar hacia atrás quedó en el olvido y ni siquiera se llegó a saber cómo se llamaba. Quedó en el anonimato y de ella no se supo más nada. Solo sabemos que se convirtió en un pilar de sal.

Tal vez la intención de esta historia es transmitirnos el valor del progreso, una noción que se ha corrompido y se ha tergiversado inescrupulosamente en estos tiempos de tanto “progresismo” y poco “progreso”, poco sentido de avance y cambio positivo hacia la construcción de una sociedad realmente civilizada, respetuosa, sensible y consciente de la realidad y su entorno. De lo contrario, nuestras ciudades se alinearán cada vez más en la dirección de Sodoma y Gomorra, arriesgando nuestra propia aniquilación y, al igual que la mujer de Lot, seremos todos anónimos, sin nombre, cayendo en el olvido absoluto, sin que nadie ni nada pueda recordar que alguna vez hemos existido.

Rodrigo Varscher

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