“LEEME UN CUENTO”, UN RELATO DE BERTA SUSANA BRUNFMAN

“Leeme un cuento”

Iba caminando en otra dirección, cuando de pronto aparecí sobre la calle Plaza, donde todavía está la casa del zeide Shaie. El color de la fachada, antes ocre combinado con blanco, ahora es de color verde. Dejándome arrastrar por la memoria del corazón, allí me detuve animada por las notas de un perfume silvestre, el de los malvones que custodiaban la entrada y que por supuesto, ya son historia.

La presencia del zeide en mi vida si bien fue fugaz, no dejó de ser intensa. Un sinfín de aromas y sabores que suelen rondarme, impregnaron, nuestros encuentros.

Cuando yo era chica, ansiaba verlo llegar cada viernes, trayendo caramelos Sugus o bloquecitos de chocolate Souchard, que prácticamente le arrebataba de las manos. No fuera a ser que mamá me los quitara, argumentando que me harían mal, antes de cenar.

Mi zeide era un hombre alto y erguido. Tenía porte príncipe eslavo, ojos muy claros y abundante cabellera rubia, con algunas canas. Había sufrido muchos avatares a lo largo de su vida, lo cual no impidió que fuera comunicativo y sereno, a la hora de tomar decisiones. Con su sola presencia, infundía respeto. Con decir que cuando lo visitaba, lograba que tomara sin quejas, la sopa de verduras acompañada de trozos de pan tostado, que solía preparar para el almuerzo. Me llenaba de alegría ver como sonreía cuando le decía que estaba muy rica, aunque en realidad, para mi gusto era demasiado salada. En su casa, además de tomar su sopa veía con admiración la enorme cantidad de libros que atesoraba en su biblioteca, la que ocupaba prácticamente toda una habitación donde los mismos, se lucían acomodados con extrema prolijidad.

Sabía que el zeide, había nacido en Ucrania, y que un día decidió abandonar ese lugar junto a su flamante esposa para radicarse en Entre Ríos. Después supe que su partida fue a causa de los progroms y las persecuciones que sufrían los judíos. En Entre Ríos fue el maestro de los chicos de la comunidad, porque era quien más sabía de torah. Hablaba idish y hebreo a la perfección. La primera vez que escuché la palabra erudito, fue cuando papá, se refirió a él, como gran conocedor de la torah.

Su mujer murió joven. Siempre había sido delicada de salud. Cuando esto pasó, el zeide prefirió seguir el camino que emprenderían sus primos que también vivían en las colonias. De esa forma fue como llegó a Buenos Aires, junto a sus dos hijos adolescentes, asentándose en el barrio de Villa Urquiza. Se casó por segunda vez con Leie. Cuando yo la conocí, ella ya era muy viejita y prácticamente no hablaba. La bobe Leie, se sentaba en la cocina en una mecedora y veía pasar la vida.

Si mis padres salían, por alguna cuestión, me dejaban unas horas en casa del zeide Shaie. Un día, le pedí que me contara un cuento.

-Zeide, vos tenés muchos libros-me animé a decir- Léeme un cuento.

– Quiero buscar uno que te guste mucho-fue la respuesta-. Ahora estoy un poco cansado.

El zeide no me conformó. Insistí, pero no hubo caso. Estaba aburrida y faltaba todavía una hora para que mis padres me pasaran a buscar. Me quedé en el comedor, tomando la leche y dibujando. Él se sentó en el patio a leer su diario y de repente, vi que se quedaba completamente dormido. Entonces, sin hacer ruido, me acerqué a su biblioteca.

Revisé unos cuantos libros, los había de todos los tamaños y colores. Algunos exhibían polvo acumulado durante años. Su biblioteca, despedía inconfundible olor a libro, ese olor característico y penetrante que se instala en los lugares donde se atesoran antiguos ejemplares. Pretendía encontrar allí alguno entretenido, pero para mí desilusión estaban escritos en hebreo o en idish, idiomas, que en absoluto dominaba. Quise poner orden y volver rápido al comedor, cuando de pronto escuché que el zeide despertaba y comenzaba a llamarme. Ya voy zeide, grité, pero enseguida sin darme tiempo, me sorprendió entrando a la habitación mientras yo trataba de acomodar como podía, los libros que había desordenado.

-Se cayeron solos-dije mirando para otro lado.

-Que viento tan raro entro por acá-dijo él, acariciándome-. Está bien que te gusten los libros. Voy a regalarte uno, la semana que viene, meidele.

Esa noche me quedé pensando que libro me iría a regalar. Hasta ese momento, había leído cuentos de hadas, o alguna novela de la colección Robin Hood. Si me regalaba un libro de su biblioteca, en un idioma que no iba entender, tendría que traducirlo íntegramente.

El día de mi cumpleaños número 10, cuando fuimos a la costanera a celebrarlo con un almuerzo, el zeide traía un paquete envuelto con papel de regalo. Era el libro prometido. Tenía tapas duras y una ilustración de color azul y rojo, en la que aparecían un hombre, una mujer, un árbol y una serpiente. Su título era, LA BIBLIA PARA CHICOS.

Mientras regresábamos a casa el zeide comenzó a leer para mí, tal como lo había propuesto, atrapándome con aquellos relatos de personajes que escuchaba nombrar por mi primera vez.

El hombre dibujado sobre la tapa se llamaba Adán, la mujer era Eva, y la serpiente los iba a convencer para que hicieran algo malo.

La historia me había comenzado a interesar. La serpiente se parecía a la maldita bruja de Blanca nieves que envenenaba manzanas, pero, se me ocurría mucho más malvada y peligrosa por lo que decía el zeide. Esa noche no pude dormir, no más de lo que no podía, cuando leía algún cuento donde sucedían hechizos y conjuros mágicos.

-La semana que viene te sigo contando -dijo al despedirse-hay muchas historias, adentro de este libro, y a vos me parece que te van a gustar meidele.

Cuando el zeide se fue, me puse a dibujar una versión propia de Adán y Eva, que pensaba mostrarle cuando volviera a casa. Advertí que la pareja se parecía a mis padres y que la serpiente no había salido muy lograda, más bien tenía cierto parecido con mi gato y hasta le perdí el miedo y todo, cuando la vi así dibujada. El relato del zeide me había impactado y deseaba seguir escuchándolo, descubriendo los nuevos personajes que iban a aparecer. Así estuvimos algunas tardes, desentrañando misterios de ese libro que había desplazado a los otros, que tenía para leer.

Un viernes, el zeide Shaie, no apareció. Pregunté por él y mama’ me dijo que estaba internado. A lo mejor el domingo, lo íbamos a visitar al sanatorio.

La visita, no tuvo lugar.

-El zeide ya está en el cielo-, me dijeron mis padres -Desde allí, nos cuida.

-Ya sé que murió y que nunca más lo voy a volver a ver-dije, en un tono que resultó alarmante.

Con el correr de los días, el libro que me regaló quedó sobre la mesita de luz. No supe que hacer con él. Leerlo sola no era lo mismo que hacerlo con quien, a todo, le encontraba una secreta explicación. Un día mamá tomó ese libro entre sus manos y empezó a leerlo en voz alta para mí, creyendo que de esa forma me hacia un bien. Pero no resultó. Ella ponía voluntad, amor, interés, sin embargo, todo eso no bastaba.

– Tengo diez años-, sostuve-y puedo irme a dormir sin cuentos.

Comprendí, que me llevaría un tiempo, volver a encontrarme con ese libro. Lo abría en alguna página y volvía a dejarlo en su lugar. Cuando llegó el momento, lo leí muy despacio. Haciendo eso, sentí que mis padres tenían algo de razón, porque al leerlo, ya no estaba sola…

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