BANALIZAR LA BANALIDAD de Diana Sperling

BANALIZAR LA BANALIDAD
Se oye y se lee con creciente frecuencia, por parte de líderes políticos o difusores mediáticos, la acusación de banalizar el Holocausto, acusación dirigida a ciertos actores sociales que, en sus expresiones públicas, han utilizado una referencia al nazismo. Tal proliferación de inculpaciones funciona como un síntoma y señala la necesidad de analizar más a fondo la cuestión. Es cierto que las palabras deben ser usadas cuidadosa y responsablemente, y que la tendencia actual va en el sentido contrario. Se habla, se grita, se insulta y vitupera, se contradice, se promete y se acusa con una ligereza rayana en el sinsentido. Se instala así una in-diferencia: las palabras devienen monedas desgastadas que han perdido su valor.
Vale la pena hacer ciertas distinciones quirúrgicas y separar ese uso irresponsable de otra forma de aplicar el vocablo. Decir “nazi” hoy en día puede ser una muestra de abaratamiento o, por el contrario, una forma de señalar rasgos y sesgos pertinentes de ciertas conductas, a modo de alarma o advertencia. El chico de escuela secundaria que juega al Fortnite y se vanagloria de su triunfo diciendo “Los maté a todos! Qué nazi soy!” (ver la esclarecedora nota de Diana Wang, “La maldad insolente en el Cambalache del siglo XXI”, Clarín, 15/5/22) es un ejemplo de la banalización (¿inocente?) del término, por ignorancia o ligereza. Seguramente, a ese joven no le enseñaron el significado y la gravedad de la palabra en la historia; algo fundamental de la transmisión se ha perdido en tan solo un par de generaciones…
Pero por otra parte, cuando en ocasiones se utiliza el adjetivo “nazi” para describir ciertas actitudes, políticas, concepciones o configuraciones de personalidad, lejos de constituir una banalización, se está recuperando la eficacia simbólica del término. Los expertos en publicidad y comunicación saben que ciertas marcas emblemáticas se han convertido, con los años, en símbolos del producto genérico, aun si muchos de ellos ostentan otras denominaciones comerciales. Es que una marca es eso: un sello, un nombre propio, una metáfora que connota algunas características específicas. Quien aplica el término “nazi” cuidadosa y críticamente, a sabiendas de lo que conlleva, contribuye a entender que ese espanto no es algo pasado y pisado, sino una amenaza permanente para la humanidad. La tentación totalitaria, la soberbia del tirano, el impulso a suprimir la disidencia, el uso abusivo y perverso de los avances de la tecnociencia, la cosificación del otro, el aplastamiento de todo lo que haga obstáculo al dominio absoluto son aspectos perennes de nuestra condición: pueden encontrarse en personajes de toda época y lugar. De la misma forma que se utiliza, por ejemplo, el adjetivo “faraónico” para calificar proyectos desmesurados -y, seguro, con altos costos humanos-, aunque los faraones de carne y hueso se hayan extinguido allá lejos y hace tiempo, apelar a lo nazi es recordar que este rasgo excede con mucho el hecho histórico puntual del nazismo. Que Hitler y sus secuaces hayan sido derrotados no significa en modo alguno que sus ideas y sus maquinaciones hayan desaparecido. Emmanuel Levinas habla, en un premonitorio texto de 1933, de “la filosofía del hitlerismo” y ve en esa concepción una amenaza fatal para Europa. No pasó mucho tiempo antes de que sus funestas intuiciones se concretaran. Por su parte, el jurista Pierre Legendre nos alerta: “Vivimos en una época post-hitleriana. Los efectos del trauma que el nazismo ha asestado a la humanidad siguen vigentes, aun de formas solapadas pero no menos eficaces y mortíferas”. El hitlerismo usa como fundamento el darwinismo social: un traslado ilegítimo de ciertas teorías de Darwin a la vida de la cultura, una concepción biologicista y naturalista de lo humano. El lema nazi “Sangre y tierra” expresa tal ideario. Lo que Legendre denomina “concepción carnicera de la filiación”: la transmisión de una generación a otra ya no transcurre por la vía de la palabra, la ley, el arte y las instituciones, sino por la genética y los glóbulos.
Uno de esos efectos de los que habla el jurista es, entonces, la devaluación del lenguaje, empobrecido y achatado, convertido en mero instrumento de poder y despojado de su función simbólica. La metáfora se adelgaza hasta desaparecer, las palabras devienen unívocas, el sentido se vuelve burda y groseramente literal.
Todo régimen totalitario manipula las palabras, los textos y los discursos, prohíbe y censura, se bate contra la libertad de expresión: pero si el lenguaje es la herramienta fundamental del autoritarismo, es también -o puede ser- un lugar de resistencia. Hay, indefectiblemente, una fuerza política en la capacidad de hablar. Recuperar el espesor metafórico de ciertos términos -”palabras-valija”, dicen los lingüistas- es rescatar la multivocidad y mostrar que no hay un dueño absoluto de la Verdad. Capitalizar esa potencia significante es oponerse a la barbarie y reponer las infinitas posibilidades que la lengua nos dona para decir el mundo y decirnos a nosotros mismos. Es sostener, “con la pluma y la palabra”, nuestra tan endeble -y siempre en riesgo- dimensión humana.
Diana Sperling
Bs. As, junio 2022

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