SOCIEDAD DE CONSUMO… ¿SOCIEDAD QUE CONSUME?

 

-Exclusivo para Mensuario Identidad-

Por Jorge Oscar Rossi[1]-

 

Empecemos intentando aclarar una expresión que vamos a usar reiteradamente a lo largo de estas líneas[2]:

La sociedad de consumo masivo o masificado es aquella en la que, actualmente, vivimos los habitantes de la mayor parte de nuestro planeta. Estamos tan acostumbrados a la misma que casi no nos damos cuenta de sus efectos, así como no somos conscientes del acto de respirar. Estamos inmersos en esta forma de vivir, así como el pez se encuentra en el agua.

Esta sociedad de consumo masivo, supone no sólo una forma de producir y comercializar bienes y servicios sino una forma de vivir, con una cultura y una escala de valores que la identifica.

En la misma, las personas somos, a la vez, productores y consumidores de bienes y servicios. Organizados en un mercado de oferentes y demandantes, no producimos lo que vamos a consumir, sino generalmente lo que vamos a intercambiar para obtener lo que queremos o necesitamos consumir. Así, gran parte de nuestra vida transcurre en una numerosa serie de relaciones de consumo masificado (o relaciones de consumo, para abreviar).

Esas relaciones de consumo presentan varias características distintivas:

Por un lado, la creciente impersonalidad entre las partes: Gráficamente, el proveedor es un ente incorpóreo (¿Quién es Mc Donald´s, EBay, Amazon, etc.?) y el consumidor o cliente, un número.

Por otro, tenemos un notable “desnivel volitivo”: Mientras que la voluntad del proveedor está puesta en comercializar un bien o servicio que conoce en profundidad y obtener las mayores ventajas económicas, la voluntad del consumidor se muestra disminuida, porque generalmente carece de suficiente información, tiempo y conocimientos básicos para analizar detalladamente el  bien o servicio que va a adquirir, unido al hecho de que por lo común su libertad de elección se encuentra restringida por la existencia de mercados oligopólicos o monopólicos y a que accede al conocimiento del bien o servicio en cuestión, a través de la publicidad generada por el propio proveedor, la cual suele generar expectativas que motivan el consumo y que no se corresponden con la realidad

En tercer lugar, podemos mencionar la ambivalencia qué caracteriza la demanda de bienes y servicios: A nivel psíquico, consumir un bien o un servicio implica satisfacer una necesidad, lo que genera placer y, paradójicamente, culpa por la contraprestación realizada (por lo que se dio a cambio[3]) para satisfacer esa necesidad.

Es un placer culposo, que expresa la ambivalencia que caracteriza la conducta del consumidor.

 

Por eso, la publicidad efectiva va dirigida a exacerbar ese placer futuro que se obtendrá con el consumo y minimizar u ocultar la culpa o remordimiento que también se sentirá.

En la misma línea, la publicidad también suele trabajar en la dualidad existente entre el lugar de pertenencia del consumidor y el lugar de referencia del consumidor[4].

Por ejemplo, tomemos a un profesional universitario que trabaja en relación de dependencia por un sueldo de subsistencia y alquila un departamento de dos ambientes.

Su lugar de pertenencia, su “lugar real en el mundo” es ese y la gente que lo rodea pertenece a ese grupo, lo que le produce gran insatisfacción porque él desea “otra cosa” para su vida. ¿Qué desea?: Por ejemplo, ser un profesional independiente con altos ingresos, que vive en una gran casa propia, con auto y la posibilidad de viajar por todo el mundo. O ser un guitarrista famoso, rodeado de artistas como él, viviendo en la bohemia. Ese el lugar anhelado, deseado, aquel que motoriza las fantasías y, como consecuencia, también las acciones de la gente. Ese es su lugar de referencia.

 

 Adquirir determinados bienes o servicios nos produce la ilusión de acercarnos a nuestro lugar de referencia, lo que nos genera tanto placer como culpa. [5]

Esta sensación de ambivalencia (placer/culpa) es una de las manifestaciones del desnivel volitivo al que nos refiriéramos antes, porque no se trata solo de que la voluntad del consumidor se encuentre afectada por falta de información y conocimiento para decidir.

Cuando hablamos de desnivel, queremos decir que la voluntad del consumidor transita por un nivel distinto a la del proveedor: Uno (el proveedor) arma cuidadosamente un negocio y otro (el consumidor) se debate entre satisfacer una necesidad y la culpa que eso le genera.

La ambivalencia, como concepto, es ampliamente conocida por la psicología y por los publicistas, quiénes cuentan con ella a la hora de armar sus campañas publicitarias.

Cabe una inmediata advertencia: no debe pensarse en el consumidor como en una especie de inocente criatura, lleno de pureza y buena fe, que cae en las garras de los proveedores, que a su vez serían sujetos desalmados y malévolos. Esa imagen no solo es pueril, sino peligrosa, por alejada de la realidad.

Ese deseo del consumidor de satisfacer una necesidad para obtener placer a pesar de la culpa es, en gran medida, irracional e inconsciente, es decir, no sujeto a la voluntad.

El consumidor busca alivio a una necesidad y a una culpa simultáneas (“necesito algo y siento culpa por necesitarlo”).

Por eso, las leyes que pretenden defender a los consumidores debe propender a evitar que el proveedor saque ventaja de esta situación, o, lo que es lo mismo, debe generar mecanismos para que el consumidor pueda reflexionar y asumir una conducta activa acerca de los riesgos y beneficios que implica satisfacer su necesidad.

Ejemplo de esto lo encontramos en el sistema implementado por los arts. 32 a 34 de la ley 24240, de Defensa del Consumidor, de la República Argentina[6] y 16 de la ley 17.250, de Defensa de Consumidor, de la República Oriental del Uruguay que permiten al consumidor “arrepentirse” en casos de contratos realizados por medio postal, telefónico, televisivo, informático o similar; entre otros, y devolver el bien adquirido, sin tener que dar ninguna explicación. La norma argentina da diez días corridos y la uruguaya 5 días hábiles para ejercer este derecho.

La finalidad de estos artículos es proteger al consumidor de las contrataciones irreflexivas, dando un tiempo para pensar. En todos estos casos, el consumidor solo pudo ver imágenes del producto o servicio o no estaba pensando en adquirirlos, sino que “se lo vinieron a ofrecer”.

 

Cómo se observa estas relaciones de consumo se destacan por la desigualdad entre las partes. Los consumidores se encuentran en una situación de debilidad generada por la falta de conocimiento especializado o de tiempo o de posibilidad de elección o de recursos económicos o por todo eso a la vez.

Esta desigualdad se potencia, si cabe, con el acceso de las redes sociales y la vida en los entornos digitales. Las redes sociales (Facebook, Instagram, Twitter, etc.) están diseñadas para generar dependencia y necesidad.

 

La Sociedad “Mercarizada” y la ilusión de libertad

 Esta Sociedad presenta una dinámica propia, a través de la cual, más y más actividades se van mercatizando, es decir, realizando para y por el mercado.

Ahora bien, para “mercatizar” hay que homogeneizar necesidades. Esto es así, porque las necesidades homogéneas generan una demanda a satisfacer.

Nos explicamos:

Si las necesidades son heterogéneas (son distintas entre sí), se dificulta la oferta (generalmente no es rentable ofrecer algo que solo quieren muy pocos).

En cambio, las necesidades homogéneas implican una “socialización” de gustos: cuanto más le guste a cada persona lo mismo que les gusta a las demás, mayor demanda de un mismo bien habrá.

La sociedad de masas es una sociedad de gustos y necesidades fuertemente socializados. Decimos gustos y necesidades socializados, en oposición a gustos y necesidades individuales.

Es paradójico que, mientras se pretende exaltar, a través de los medios de comunicación, la libertad de cada individuo de “hacer su propia vida”, como si se tratara de una característica distintiva de la vida actual, en realidad la dinámica de la sociedad mercatizada induce y produce uniformidad de necesidad y limitación de la libertad.

La uniformidad y homogeneización de necesidades se disimula con un discurso que habla de democracia, participación, libertad de decisión y de elección.

En realidad, la “libertad” se reduce en gran medida a libertad de opinión y aun esta se encuentra grandemente recortada.

Así, por ejemplo, se opina muchísimo y de casi cualquier cosa sin temor a sufrir consecuencias desfavorables. Abundan las encuestas, televisivas, radiales, telefónicas y por Internet. En Internet, precisamente, los foros de participación son verdadera “plaga”. A esto lo llamamos “libertad de expresión” y es tan cierto como insuficiente, porque ser libre de opinar no significa ser libre de decidir respecto de aquello de lo que opinamos.

Por ejemplo, puedo opinar que los teléfonos celulares son una basura y/o que los prestadores de ese servicio me roban con las tarifas, pero por presión social “necesito” un celular y por la oferta oligopólica y/o cartelizada tengo que aceptar el cuadro tarifario y las condiciones de servicio.

Este ejemplo es aplicable a muchos otros casos.

Además, como carezco de “tiempo libre”, entendido este como tiempo en el que no estoy trabajando u ocupándome de la subsistencia, no puedo reflexionar adecuadamente sobre estas cuestiones. Sin tiempo para pensar es ilusorio imaginar un camino individual. Ser libre implica y requiere disponer de tiempo propio.

En la relación de consumo (masificado), las partes (proveedor y consumidor) cumplen dos papeles muy diferenciados:

1) El Proveedor cumple un rol activo (“arma” el negocio, lo conoce, emite la publicidad, emite la oferta, redacta unilateralmente el modelo de contrato, etc. En definitiva, “está metido 100% en ese tema”). Además, la conducta del proveedor está dirigida a “vender”, es decir, a comercializar el bien o servicio. Esa es su “misión”, su objetivo.

2) El usuario cumple un rol pasivo (no “arma” ni conoce el negocio. El usuario “desea” o “necesita” el bien o servicio, pero no lo conoce en profundidad, sino, principalmente, a través de la publicidad que recibe. El usuario, recibe la oferta y adhiere a un contrato ya redactado. En definitiva “no está, ni tiene tiempo y/o ganas y/o posibilidades de meterse 100% en ese tema”). A diferencia del proveedor, la conducta del consumidor o usuario generalmente se caracteriza, como dijimos, por la ambivalencia: “quiere y no quiere adquirir el bien o servicio”.

Esta diferencia (uno sabe claramente lo que quiere y el otro no) hace presumir que el proveedor se encuentra en posición ventajosa y puede aprovecharse de esa ventaja a través de cláusulas y/o prácticas abusivas.

Hasta los conceptos de “proveedor” y “consumidor” resultan ilustrativos de la posición asignada en la sociedad de consumo. El proveedor es el que suministra bienes o servicios, es él que hace. Hay hasta una connotación “paternal” en la palabra: El padre es el que provee a la familia.

En cambio, el consumidor es el que utiliza comestibles u otros bienes para satisfacer necesidades o deseos, es el que gasta (energía o un producto), es incluso el que destruye y extingue.

El consumidor casi parece un chico irresponsable al que el otro (el proveedor) tiene que mantener y al que el Estado debe defender.

 

El consumidor frente a la presión social

Cuando hablamos de presión social, queremos decir que el grupo (sociedad, colegas, familia, vecindad, amigos, etc.) ejerce sobre sus miembros una presión a fin de que tengan comportamientos ajustados a sus normas.

Eso puede inducir el consumo de determinados bienes y servicios. Dicho de otra manera: “para pertenecer al grupo tengo que tener determinada cosa” (teléfono celular, televisión por cable, PC, notebook, IPhone, tarjeta de crédito, suscripción a determinada revista, etc.).

Un grupo social tiene una vida propia, una dinámica unos valores y un propósito distintos y a veces contrario al de los individuos que lo componen.
La sociedad de consumismo masivo[7] pone al consumo como valor supremo, por lo que  al individuo aislado le cuesta vivir con valores propios.

El fenómeno llamado “presión social” no es ni bueno ni malo. Es un hecho de la vida en sociedad.

El problema es cuando algún proveedor se aprovecha de esa presión social para, por ejemplo, insertar cláusulas abusivas o realizar prácticas abusivas, a sabiendas de que el consumidor tiene muy limitada, en algunos casos, su posibilidad de elección.

La cuestión se amplifica en la actualidad, con la aparición y difusión vía Internet de las denominadas “redes sociales” antes mencionadas.

 

Hacia un cambio de rol en el consumidor: el prosumidor

En una definición estricta, Prosumidor (apocope de productor y consumidor) es aquella persona que consume lo mismo que ella produce.

Ampliando un poco más el concepto, será prosumidor (y no productor o proveedor) en tanto y en cuanto lo que produzca lo destine a consumo personal, familiar o lo brinde gratuitamente (es decir, sin esperar nada a cambio) a terceros. En otras palabras, hay prosumo cuando la producción no está destinada al mercado.

El término fue utilizado por Toffler en su obra “La Tercera Ola” [8].

En nuestra opinión, solo tiene sentido hablar de consumidor, proveedor y prosumidor en el marco de una sociedad de consumo masificado, porque son expresiones que se utilizan para caracterizar a los sujetos que actúan en ese tipo de sociedad.

Cuando decimos “consumidor”, en realidad, decimos “consumidor de bienes y servicios producidos en forma masiva”. Lo mismo, cuando decimos “proveedor”.

La expresión “prosumidor” la usamos para referirnos a la conducta de un sujeto, el prosumidor, que se diferencia de las conductas de proveedores y consumidores porque ni produce ni consume bienes y servicios masificados.

En la vida real, la diferencia entre consumidor y prosumidor es una cuestión de grados. No hay consumidores ni prosumidores puros. Sin embargo, la brecha entre lo que se consume y lo que se podría prosumir suele ser grande.

Por eso, también llamaremos “prosumidor”, al “consumidor activo”, es decir, a aquel consumidor de bienes y servicios producidos en forma masiva que participa creativamente en el proceso de producción del bien o servicio. Es decir, se involucra en el negocio, se informa, toma decisiones, conoce sus ventajas y desventajas. En definitiva, no es un simple “usuario” sino un “co-creador” del bien.

Por ende, resumiendo, tendríamos tres conceptos de Prosumidor:

1) Estricto: El que produce todo y solo lo que necesita consumir.

2) Intermedio: Aquel cuya producción esté destinada al consumo personal, familiar o lo brinde gratuitamente (es decir, sin esperar nada a cambio) a terceros. O sea, cuando la producción no está destinada al mercado.

3) Amplio: Aquel consumidor de bienes y servicios producidos en forma masiva que participa creativamente en el proceso de producción del bien o servicio, convirtiéndose en un “co-creador” del bien. También podríamos llamarlo “consumidor desmasificado”, porque para consumir un bien o servicio masivo, lo modifica “a su gusto”. Justamente, este prosumidor elige participar creativamente en el proceso de producción. Lo hace porque quiere, porque le gusta, porque le da placer.

En la actualidad, y en parte como consecuencia del confinamiento producto de la pandemia del COVID-19, es observable un incremento en el prosumo, en especial en el concepto amplio de este término.

Ciñéndonos a ese último sentido de la palabra, no nos caben dudas de que las políticas que alienten el prosumo son al mismo tiempo auténticas herramientas de defensa del consumidor, porque lo estimulan a abandonar el rol pasivo impuesto por la sociedad de consumo.

En definitiva, el prosumidor es un consumidor “adulto”, en el sentido de que deja de comportarse como un niño que solo sabe que “quiere” algo; y pasa a conducirse como alguien que sabe lo que quiere.

Desde el punto de vista de una política legislativa, la regulación del Derecho de los Consumidores está relacionada con la política económica que un Estado quiera propiciar.

Es decir, el Derecho del Consumidor, como disciplina jurídica, no puede entenderse ni regularse separadamente de la política económica que lo acompaña en una época y sociedad determinada.

Dicho de otra manera, el consumidor es producto de la política económica o, en otras palabras, la política económica moldea las características, el rol, la función del consumidor.

 

Con esto queremos decir que el mercado no es políticamente neutro, sino que todo mercado está influido por la política de determinado Estado, aún en los sistemas considerados más liberales.

Cuando el Estado “no hace”, también está haciendo.

 

Para que se entienda lo que queremos decir: Una decisión de política económica puede ser “proteger” al consumidor. Otra decisión muy distinta es “educar” al consumidor.

 Educar no es solo informar y tampoco es adoctrinar, ese es quizás uno de los grandes problemas que presenta el tema. Educar tampoco es una tarea neutra, en términos valorativos. Precisamente, el que educa no se limita a transmitir información sino que también, expresa o implícitamente, transmite valores.

Por empezar, los valores de una sociedad de consumo no son los mismos que los de una sociedad consumista.

Estrictamente, lo mínimo que se puede pedir es que la educación al consumidor esté dirigida a diferenciar consumo de consumismo.

Por otro lado, no puede ignorarse que la principal educación pasa por el ejemplo. Si el propio Estado promueve el consumismo, ¿qué educación, es decir, que valores, está transmitiendo el Estado?

En muchos países, la República Argentina entre ellos, el Estado se desentiende de educar al consumidor. En el mejor de los casos, realiza campañas en pos de que estos ejerzan su derecho y que los proveedores cumplan con su recíproco deber a la información. Pero, por ejemplo, no suele estar interesado en desalentar el sobreconsumo y /o el sobreendeudamiento, más allá de declaraciones de circunstancia.

Desde otro punto de vista, aquel sujeto que se define como consumidor, es decir, que solo siente, se piensa y se valora en tanto y en cuanto tiene o puede acceder a bienes y servicios (“tanto tienes, tanto vales”), no puede (porque no tiene tiempo y /o interés) ser un ciudadano.

El consumismo genera un sujeto servil, en el sentido de que está al servicio de sus bienes presentes y futuros y de sus deudas. En otras palabras, está enajenado.

 

Este sujeto, cuando, como ciudadano ejerce sus derechos a través del voto, al momento de votar piensa en proteger sus bienes primero y su libertad después, porque está convencido de que si no “tiene” no “es” y “ser” es condición previa y necesaria para poder “ser libre”. Dicho de otra manera, antes de ser libre, en la sociedad de consumo nos preocupamos por ser (en el sentido de “vivir”)

 

La libertad de morirse de hambre a la intemperie y en medio de la absoluta indiferencia social es una pesadilla que casi nadie quiere protagonizar. Esa pesadilla está hondamente instalada en la cultura actual. Los mendigos tirados en la calle que fingimos no ver día tras día nos lo recuerdan permanentemente. Desde ese punto de vista, la existencia de mendigos en el peor estado posible y a la vista de todos cumple una función de control social: “tanto tienes, tanto vales”. [9]

Lo mismo que decimos acerca del consumismo puede predicarse respecto de una política económica basada en el concepto de “administrar la escasez”. En efecto, si subyace la idea de que los bienes son escasos, se estimulan conductas egoístas que terminan expresándose en ahorro excesivo o consumo excesivo.

Si, por el contrario, predomina el concepto de que es racionalmente posible lograr que haya bienes suficientes para todos, la consecuencia es que se impone una actitud solidaria.

Tanto en el egoísmo como en la solidaridad existe un trasfondo de necesidad de supervivencia. Dicho de otra manera, según sea el entorno, los sujetos adoptamos conductas egoístas o solidarias con el mismo fin: sobrevivir (individualmente o como especie).

Hablábamos de política económica. Ahora bien, esta política económica no es sino una parte de la política social y esta política social, mecanismos de control y de estímulos mediante, busca moldear al tipo de sociedad pretendido: una sociedad de sujetos libres y pensantes o una sociedad de esclavos, tan esclavos, tan enajenados, que ni son conscientes de su gran falta de libertad y de pensamiento propio.  [10]

Tengamos en cuenta, utilizando la terminología más arriba mencionada, que lo que uno “querría” hacer y no hace, porque no puede, por falta de tiempo, cansancio o ausencia de conocimientos y no por falta de deseos, es prosumo insatisfecho.
La sociedad actual está volcada a satisfacer el consumo, no el prosumo.

 

En definitiva…

 La máquina (a vapor primero, a electricidad después) posibilitó la producción en serie, pero también impuso la producción en serie, porque de lo contrario, es imposible afrontar los costos fijos. La producción en serie necesita de una demanda en constante aumento. Dicho de otra manera, la producción en serie “necesita” de más y más gente que demande lo producido.

La Sociedad de Consumo Masificado, subproducto de la mercatización, respondió a un momento histórico y fue la respuesta a una necesidad, así como en su momento lo fue la economía propia de la sociedad feudal.

Tal vez el futuro nos depare una combinación de producción en serie y consumo desmasificado (consumo con adaptación previa del producto por parte del consumidor)

Depende de nosotros, individualmente, la lucha cotidiana contra la libertad ilusoria que nos rodea, en pos de una “libertad real”.

[1] Abogado (Universidad de Buenos Aires), Doctor en Ciencias Jurídicas (Universidad de Morón). Especialista en Derecho de Daños y Derecho del Consumidor. Docente universitario de grado y posgrado. Autor de publicaciones de su especialidad. Reside en la República Argentina.

[2] El presente trabajo se basa en el capítulo XVIII de nuestro libro “Derecho de Consumidores y Usuarios”, de Ediciones D&D, año 2017, República Argentina.

[3] Por ejemplo, la mayoría delas personas “sabemos”, que al contratar alguno de los servicios “gratuitos” que nos ofrecen a través de Internet, estamos entregando parte de nuestra privacidad.

[4] Esta terminología está basada en los conceptos de MERTON, Robert K.  en Teoría  y Estructura Sociales, S.L. Fondo de Cultura Económica de España, 2003, 774 págs., ISBN: 9789681667795, en especial, Capítulos X y XI.

[5] Esto último porque no dejamos de ser conscientes que el hecho de comprar una guitarra Gibson no nos convierte en un artista, sino que, simplemente, seguimos siendo el mismo oficinista de antes…con una guitarra Gibson. Son las conductas y no la mera adquisición de bienes las que producen el cambio. Pero es más fácil, cómodo y definitivamente menos riesgoso comprar una guitarra que cambiar la forma de vivir.

[6]   A similar solución llegan los arts. 1104, 1105, 1110 y siguientes del Código Civil y Comercial de la República Argentina.

[7] Utilizamos la expresión “consumismo masivo”, para caracterizar una exacerbación de la sociedad de consumo masivo, el estadio donde “se vive para consumir”.

[8] Alvin Toffler, “La Tercera Ola”, T. I, Pág. 261 y sgtes, Biblioteca de divulgación científica “Muy Interesante”, Hyspamerica, 1986.

[9] No estamos diciendo que esto sea una especie de “plan malévolo”, diseñado en una reunión de empresarios y dirigentes políticos inescrupulosos. Nada de eso. En cierto sentido, es peor. Esto ocurre sin necesidad de tal reunión. Es propio de la dinámica social que nos toca vivir: El que consume poco no interesa a la sociedad de consumo y por eso esta no se ocupa de ellos y, paralelamente, los que consumimos lo sabemos y por eso le tememos a tal situación de desamparo.

[10] En otras palabras, gente que corre de un lado para otro, tratando de alcanzar objetivos e ideales que le impone la propia sociedad en la que está inmerso.

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