LO JUDÍO COMO NOMBRE

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Lo judío como nombre.

Psic. Maximiliano Diel –

Abordemos la cuestión siguiendo una indicación del filósofo judío Emmanuel Levinas: ¡Filosofemos como hombres y no como filósofos!

El hombre nace demasiado pronto. Es el animal que más tiempo se alimenta del pecho materno; el cachorro humano se encuentra indefenso ante los peligros del mundo, dependiente de los cuidados de quienes estén en función materna. Recordemos junto a Donald Winiccott que no hay tal cosa como “un bebé”, sólo existe un bebé y alguien que lo cuide. Habitualmente, esa figura que sostiene (en toda la amplitud de la palabra), le transmite al bebé un nombre y una filiación.

Los nombres importan. La acción de nombrar es una cualidad divina; si seguimos al Génesis, es lo primero que Dios le enseña al hombre: a darle nombre a los animales. Ahí está la Kabalá para trazar la genealogía del mundo en una combinatoria de letras; más acá está el Gólem del Rabino Leib (o Loew) de Praga, con el poder de dar vida y muerte gracias al Secreto Nombre.

La manera en que es nombrada la cosa, hace a la cosa en sí misma. Jacques Lacan lleva la cuestión más allá, al plantear que “no sólo los nombres no son la consecuencia de las cosas, sino que podemos afirmar expresamente lo contrario” (J. Lacan, 8/3/1977), es decir, el nombre determina la cosa, la cual es su consecuencia.

Siguiendo al lingüista y psicoanalista Jean-Claude Milner (2007), decimos que el nombre judío es uno de los tantos nombres que alguien puede recibir de sus padres. Es un nombre que se hereda, que nadie pidió, como el nombre de pila o el apellido. Eventualmente habrá que hacer algo con él.

El nombre (que viene del Otro y) que me nombra contiene en sí mismo una triple posibilidad: una afirmación, una negación, una interrogación. Nombrarse judío forma y transforma a su portador; incluso cuando se pretende olvidarlo, puede venir alguien completamente ajeno a recordárselo: pensemos en los asimilacionistas de la Alemania hitleriana.

Por lo tanto, existen personas que se dicen asertivamente judías. Esto implica ciertos pensamientos, memoria, historia, empaparse en determinadas lenguas, tener conductas visibles y aun separadoras, que afectan a su persona y a otros en la vida cotidiana. Con Milner decimos que son judíos de afirmación.

En la vereda opuesta, existen aquellos que se consideran a sí mismos judíos de excepción; que apenas pronunciado el nombre judío, se combina con una negación, del tipo “soy judío pero…”. La negación puede ser de cualquier aspecto del amplio espectro de la experiencia judía (no a Israel, no a los que usan kipá, no a las instituciones judías, no a la guetización, no a la Shoá, etc.). Suelen nombrarse progresistas (pensemos en Noam Chomsky); algunos extreman la cuestión hasta la denuncia generalizada, considerándose los únicos portadores del nombre judío que son dignos de aprecio por el resto de la sociedad. En conjunto, serían judíos de negación.

Oscilando entre ambas posiciones, existen aquellos que no les molesta ser nombrados como judíos, ni que esto se diga de otros, sin que ningún significado en particular llene este nombre. Por momentos se interrogan: “¿qué me digo a mí mismo de este nombre? ¿Qué les digo a los otros? ¿Qué les diré a mis hijos?”. Las respuestas, ocasionalmente, los orientan hacia cierto recorrido de esa banda de Moebius que constituye la experiencia judía. Su posición consiste en ser judíos de interrogación.

Lo llamativo es que no importa qué tanto se haya adelgazado este nombre, a nivel sincrónico sigue atravesando a los que se dicen judíos de afirmación, de interrogación y de negación: todos se nombran igual. El grito “¡JUDÍO!”, y la cadena de connotaciones asociadas, no distingue matices. Amenazante, el político vienés Mator Lueger solía exclamar: “¡es judío quien yo elijo que lo sea!” (Steiner 2001).

A nivel diacrónico, es un nombre que persiste en un mundo en el que los nombres duran poco. Quizás cada vez menos.

Aquí la interrogante. ¿Cómo puede ser que persista? ¿Cómo es posible que siga existiendo gente que se nombre judía? Las perspectivas históricas nos ayudan a desnaturalizar lo que aparece como evidente, y no tiene nada de evidente que sigan existiendo personas que se nombren como judías.

La respuesta que da la tradición es conocida: el soporte material del nombre judío es el estudio del Talmud. Algunos incluso han mantenido su nombre judío sustituyendo el Talmud por el Saber, en general (Milner 2011). Sin embargo, esta respuesta no conforma, especialmente desde la Emancipación, eclosión de posiciones respecto al nombre heredado. En este sentido, no es menor que un Freud (2012) haya terminado su último libro publicado en vida –Moisés y la religión monoteísta [años 34-38]- con dicha interrogante, dejando el tema como un enigma aún no resuelto.

De modo esquemático, lejos de pretender dar una respuesta a semejante pregunta, sería interesante articular la persistencia del nombre judío con lo que Karl Jaspers (1978) plantea como los orígenes de la filosofía. Este filósofo postula que hay tres impulsos, tres fuentes que hallamos en el hombre y que lo mueven a filosofar. Ellas son el asombro, la duda y la conmoción. Si las llevamos a la experiencia judía, resultan fértiles para plantear ciertas preguntas.

En primer lugar, haber recibido el nombre judío es algo que produce asombro: ¿por qué hay algunos que se dicen así y otros que no? ¿En qué nos diferenciamos? ¿Es el mismo nombre que portaban algunos hace 3000 años? ¿Cómo se mantuvo en el tiempo este nombre? ¿Cuáles fueron los sucesivos cambios que atravesaron sus portadores? ¿Qué lugar en la Historia tiene este nombre? ¿Acaso se puede sostener el nombre sin apelar a algún tipo de diferenciación?

Posteriormente, advendría la duda: ¿es que yo quiero portar este nombre? ¿Por qué no desligarme de él? ¿Qué significa para mí este nombre? ¿Y para mi colectivo? ¿Qué hago yo para darle un sentido? ¿Acaso tiene algún sentido no metafísico que sigan existiendo judíos?

Finalmente, la conmoción, la emoción fuerte, visceral, la experiencia límite: ¿ser judío es ser un sobreviviente? ¿Cómo permanecer indiferente ante este nombre que se convirtió es testimonio de las atrocidades ciegas de la Técnica, con mayúscula? ¿Quién puede decirse judío –de afirmación, interrogación o negación- desconociendo el intento de aniquilación del nombre? ¿Acaso debería un judío tener hijos, si ello puede provocar una Shoá o una forma análoga de tortura? (Steiner 2001) ¿Qué precio estamos dispuestos a afrontar para sobrevivir? ¿Y qué se entiende, hoy, por “supervivencia”?

Bibliografía:

  • Freud, Sigmund (2012) Moisés y la religión monoteísta. Amorrortu, Tomo XXIII, Buenos Aires.
  • Jaspers, Karl (1978) “La filosofía”. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires. 1978.
  • Lacan, Jacques (1977) Sesión 9 del Seminario “Lo no sabido que sabe de la una-equivocación

se ampara en la morra”, 8/3/77. Inédito.

  • Milner, Jean-Claude (2007) Las inclinaciones criminales de la Europa democrática. Manantial, Buenos Aires.
  • Milner, Jean-Claude (2011) El judío de saber. Manantial, Buenos Aires.
  • Steiner, George (2001) Patria/exilio. En: Mendes- Flohr, Paul y otros (2007) Identidades judías, modernidad y globalización. Lilmod, Buenos Aires.

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