Echar raíces.

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Anna Donner ©®

—Echar raíces —dice el hombre, revolviendo el café negro y humeante, sentado en la mesa del bar símil al de la niñez, frente a la otrora estación de tranvías. El mozo lo contempla pensando quién-sabe-qué, disfrutando del imprevisible recreo en la planicie de su tiempo: —¡Dos milanesas al pan! ¡Salen dos con fritas! —dice desde que llega hasta que se va —Cerrame la  dos —rogando recibir aunque sea la propina que le salve el día. Ese hombre tieso y enjuto, vestido aún de blanco con una moña negra, no comprende el asunto de   “echar raíces”, pero no tiene tiempo para darle vueltas a la cosa. El otro, el que revuelve el café, el niño que vio los tranvías, el hombre que ve la devastación del galpón que ocupaba la estación vuelve a hablar: —Quisiera no pensar tanto —y el mozo piensa que poder pensar más es la puerta de entrada al Gran Mundo, ese que está reservado para los que hacen y deshacen. Y de pronto, sus pasos lo llevan a la mesa del hombre del café:

—Perdón señor, pero no pude evitar escuchar lo que dijo y tengo algo para proponerle. —El hombre deja de revolver el café. —Lo escucho —Usted dice que no quisiera pensar tanto y yo quisiera pensar más así que le ofrezco tomar mi lugar y yo el suyo. —Hecho.
—¿Me puede traer la cuenta?
—Faltaba más, señor, la casa invita.

Ya en la calle, el hombre cierra los ojos por  el polvillo de los incipientes brotes de los plátanos de primavera. Cuando los abre, no puede creer estar caminando libremente, sin prisas por la calle y disfruta el azul del cielo. Recuerda que entró en el boliche presa de una gran melancolía pero no sabe por qué. Intenta, desesperadamente, buscar entre los recuerdos, pero allí no hay nada. “No pienses, eso es lo que querías” susurra una voz que viene quién-sabe-de-dónde. Decide tomar el valioso consejo y prosigue su marcha. Es entonces que se emociona con el canto de los pájaros que durante tantos años de exilio no escuchó en ninguna parte del mundo, porque también los pájaros tienen nacionalidad y aquellos eran extranjeros.  Caminar por las calles de Montevideo tiene ese no-se-qué, el hombre absorbe la brisa sin miramientos y todo dejo de opresión se evapora.

Seis meses después, el hombre vuelve al bar. Quiere tener una atención con el mozo, pero no recuerda su nombre:

—Busco a un mozo así y asá…
—Ah, qué pena señor, él ya no trabaja más aquí.
—¿Y dónde puedo encontrarlo?
—¿Pero usted no sabe?
—No, no sé, por eso le estoy preguntando a usted.
—Esta noche, hablará en la tele. ¡Ahora es famoso!
—Mire usted.
—Dice que quiere cambiar el mundo. En confianza, yo le voy a dar una oportunidad.
—¿Una oportunidad?
—Es que me gusta  alguien nuevo, que no sea como los otros.
—No lo entiendo.
—Pero señor, ¿usted no ve televisión?
—No, la verdad es que no tengo tiempo.
—Es el candidato a la presidencia que no viene de ningún partido político.

El hombre se hace un tiempo y esa noche prende el televisor:

—Echar raíces. Ese es el Uruguay que queremos, un país que ofrezca oportunidades, no un país que eche a su gente. Echar raíces es una necesidad básica del ser, no se puede vivir todo el tiempo en el exilio. Cuando uno es joven, quizá sí, pero a cierta edad es imprescindible echar raíces. Tan imprescindible como el agua que apaga la sed.

Anna Donner ©® 15/10/2018

Ilustración: Pierre Fossey (Croquis de Montevideo, Plaza Independencia)

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