Cosas Vivas.

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Anna Donner ©®

La vereda es un gran tumulto, el ómnibus ya está listo con la puerta abierta. Grupos desperdigados dialogan exultantes rodeando mochilas apiladas en el piso, estoy deseando subir y partir de una buena vez. —¿Llevás sombrero para el sol? —insiste mi madre por enésima vez. Ayer habíamos hecho juntas el bolso según la lista que nos entregaron: “Malla de baño, romanitas, ropa de abrigo, sobre de dormir”. —Señores Padres, las fotografías del campamento estarán expuestas a la vuelta, si desean encargar alguna, anoten el número —anuncia el fotógrafo que siempre contrata el club para retratarnos. Ayer había hablado dos horas por teléfono con mi mejor amiga hasta que mi madre me había hecho cortar: —¡Hay que pagar a fin de mes! —decía. “Cómo me gustaría poder hablar por teléfono cuando quiera y donde quiera” soñaba despierta; se venía una semana sin discar y de estar incomunicada. Unos gritos me volvieron a la realidad: —¡Qué peligro! —gritaban unos. —¡Un día se van a incendiar! —decían otros. Un hombre trataba en vano de enganchar el cable del trolley descarrilado, mientras chispeaba al hacer falso contacto.

Se acercaba la hora de la partida. Todos nos despedimos de nuestros padres, y subimos al ómnibus. Estábamos maravillados, comenzaba la aventura: —¡Chofer, chofer, apure ese motor, que en esta cafetera nos morimos de calor! —¡Vamos de paseo, pi, pi, pi, en un auto feo pi, pi, pi, pero no me importa pi, pi, pi, porque llevo torta pi, pi pi…./


Abro los ojos. Una melodía parece provenir de mi bolsillo. Extraigo el extraño aparato. Me doy cuenta de que es mediodía por la altura del sol. El cielo está límpido, no hay en él ni una sola nube. Alzo la mirada. Veo gente que camina presurosa. Nadie habla con nadie, pero todos tienen un aparato como el mío; lo miran y le hablan. ¿A dónde irán tan apurados? Seguramente, a sus trabajos. Miro a mi alrededor y me es imposible orientarme. ¿Cómo es posible? Siempre tuve muy claro el mapa de la ciudad, mi madre me había enseñado a leerlo a los siete años, me había hablado de los puntos cardinales, y también me había regalado una pequeña brújula. Algo raro está sucediendo. Los automóviles tienen formas extrañas. Veo infinidad de torres de cristal. Nunca me gustó hablar con extraños, pero no tengo otra opción:

—Perdón, ¿me puede decir dónde estoy?
—¿Estás perdida? —responde. ¿Hacia dónde vas?

Le doy la dirección de mi casa. El extraño saca un aparato como el que me apareció en el bolsillo, acto seguido lo toca y yo observo anonadada cómo se le aparece un teclado como los de las máquinas de escribir. Digita el nombre y número de mi calle.

—Mirá —me dice mostrándome aquel objeto. —Vos ahora estás acá —y yo miro y veo un mapa con un punto rojo dibujado y una raya azul. —Tu casá es acá —sigue diciendo señalando el fin de aquel sendero. No doy crédito a lo que ven mis ojos. Esa “cosa” le “dijo” dónde estamos.

—Muchas gracias —respondí, no queriendo pasar vergüenza pero entendiendo cada vez menos qué eran aquellos aparatos mágicos. Una vez lejos, saqué el que yo tenía en el bolsillo. Lo miré pero no logré prenderlo así que lo volví a guardar.

Comencé a caminar en la dirección que me habían dicho pero me daba cuenta de que algo muy radical había sucedido. No sólo los autos, las raras torres de cristal. Aquel cúmulo de transeúntes está conectado a esas máquinas. Hablan con ellas porque las miran. Milagrosamente, encuentro una parada de ómnibus. Subo. Anonadada constato que no está nadie al volante. Pero antes de recuperarme del impacto una máquina se aparece ante mí. Miro con cara de desconcierto y quien me sigue en la fila dice, impaciente:

—¡Tenés que pasar la tarjeta!
—¿Cuánto cuesta el boleto? —atino a responder.
—¿Te estás riendo de mí? —inquiere en un tono amenazante. —Dale, ¡pasá la tarjeta ya!
—No tengo.
—¡Pero no podés viajar!

Mi cara se pone blanca y eso hace que quien me habla se apiade de mi:

—Te doy esta tarjeta —dice, alcanzándome una. —La tenés que posar sobre la máquina.

Hago lo que me dice y por una ranura se expende un boleto. Lo tomo y me siento. No puedo creer lo que sucede, ¿acaso estoy en medio de un sueño?

Desciendo. Trato de buscar la cerradura de la puerta de mi edificio pero no la encuentro. Hoy es mi día de suerte. Otra persona apoya un extraño objeto y se encienden unas luces. La puerta se abre sola. Aprovecho y entro con él. Subimos al ascensor y el hombre dice “Quinto”. Acto seguido se enciende el número “5” de un tablero. Lo imito y digo: “Sexto”. Y se enciende también el número “6”.

Salgo del ascensor. Constato que faltan las placas de los números de los departamentos. Voy hacia la puerta del nuestro. Lo único que se me ocurre hacer es hablar:

—Quiero entrar. —Y la puerta se abre. El living está desierto. ¿Y dónde están las plantas de mi madre? ¿Y las alfombras? Pero antes de que pueda reponerme una voz me dice: —Bienvenida. Desesperada, busco de dónde sale. ¿De la pared? ¿Del techo? ¿Y dónde están mis padres? Camino por la sala desierta y me miro al espejo. ¡Pero soy una mujer mayor que mi madre! Cuando llegue del trabajo le voy a preguntar qué está pasando.

Cae la tarde. Mi madre no llega. Se hace la noche. Preocupada, decido preguntarle al vecino. Golpeo la puerta. Y me abre un absoluto desconocido.

—Perdón. —Le digo. —Estoy preocupada porque mi madre todavía no llegó del trabajo y siempre vuelve a la tardecita.
—¿Trabajo? —dice —Nadie trabaja hoy.
—Pero…

Y antes de que pudiera terminar la frase, me cierra la puerta en la cara. Muy angustiada vuelvo a mi casa. Estoy desconsolada. Me siento en el suelo. ¿Dónde están todos?

—¿Tienes hambre? —dice la misma voz que me dio la bienvenida. Asiento. Escucho ruidos que provienen de la cocina. Camino hasta allí y la mesa está servida con un plato de comida caliente. Sin saber qué hacer ni a quién acudir, saco el aparato que encontré esta mañana en mi bolsillo.

—¡Estoy desesperada! —digo hablando sola. Acto seguido “esa cosa” se prende. Y aparecen en la pantalla los valores de mi presión arterial. También mi historia clínica. —Estás muy nerviosa, tomá un tranquilizante —dice el aparato. Y se abre una pantalla de ajedrez.

2 pensamiento sobre “Cosas Vivas.

  1. Anna Donner Autor del artículo

    Bradbury tiene un cuento de una casa inteligente… que prosigue con vida a pesar de que sus habitantes hace mucho que no están, gracias por tus palabras!

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