La Náusea, un libro que es imprescindible leer.

Anna Donner©®

Jean Paul Sartre es uno de los padres de la filosofía existencialista. Su primera novela, “La Náusea” precisamente  refleja todos sus conceptos a través de los personajes y los hitos que se van narrando. Aunque Sartre decía que era su peor novela, a mi me parece brillante e híper lúcida.

El autor nos sumerge en un itinerario existencial fechado y cronometrado, el ambiente de la novela es surrealista y del mismo modo que el protagonista Antoine Roquetin está perdido en medio de la ciudad de Bouville y sus búsquedas; uno se va perdiendo con él, siendo invitado a compartir las pocas certezas y excesivas preguntas, las cuales se le vuelven cada vez más acuciantes. Así es que Sartre nos sitúa de manera indirecta ante la sensación de una vida desperdiciada, ante el sentimiento de hastío, ante la duda, la obsesión y el miedo y ante la pregunta por el sentido y fundamentación de la existencia.

“¡Si  pudiera dejar de pensar! No tengo que pensar que no quiero pensar. Porque es también un pensamiento! Mi pensamiento soy yo, por eso no puedo detenerme. Existo porque pienso… y no puedo dejar de pensar.” (La Náusea- Jean Paul Sartre).

            Quizá para muchos;  este párrafo resulta intrascendente. Quizá otros no comprendan su verdadera magnitud. Mas lo cierto, es que si se lee entrelineas surge de él un grito desesperado de opresión.   Opresión de parte de uno mismo. Estar preso de uno mismo.

            Cuando yo terminaba mi clase de gimnasia, la profesora nos hacía relajarnos durante cinco minutos, pero yo jamás lo pude lograr. “Pongan la mente en blanco… Imaginen un paisaje…” era la consigna. Era proponerme pensar en NADA, y “pensaba que no pensaba”… era tratar de aflojar el cuerpo, y las palpitaciones sobrevenían por el miedo de no poder dejar de pensar …

            Se puede escapar de cualquier lugar, de cualquier persona, pero de lo que jamás se puede escapar es de uno mismo. Vivimos presos dentro de un cuerpo que nos alberga y vemos el mundo a través de unos ojos,  y son siempre los mismos. Toda la vida.

            Este concepto representa un hastío difícil de sobrellevar. Todos los días repetimos ciclos, y deviene la rutina. Empero, muchos tienen la suerte de poder escapar a un mundo rosa en el cual la felicidad está definida como un estado perenne, siempre optimistas ante fenómenos irrelevantes como el consumo o el entretenimiento banal.

                “La libertad es angustia porque en todo momento estamos condenados a elegir” es una de las premisas de la filosofía existencialista.  La vida es una sucesión de decisiones, y cada una de ellas implica una pérdida y una ganancia. Así, el hombre es acción. El acto de decidir implica una gran responsabilidad a la que muchos huyen. Mas se engañan; no elegir es un modo de elegir. No elegir es inacción. Y la inacción deviene en la queja. Así, la culpa es adjudicada a Dios, a la mala suerte, a cualquier cosa menos a uno. Pero, la responsabilidad en “la suerte” casi siempre es de uno.

La “La Náusea” fue publicada en 1938. La figura del narrador está escrita en primera persona.  El mundo y su contingencia es el núcleo central que lo abruma, haciéndolo caer por momentos en estados de absoluta desesperación, los cuales denomina “náusea”, que le vienen a recordar la total carencia de fundamento de la existencia. La lucidez puede llegar a desesperar; de eso no hay duda. Roquetin no se engaña, él sabe que la existencia es gris, y se ve atormentado por eso y por la inminente la irreversibilidad del tiempo; lo cual Sartre refleja tan fulminantemente en su prosa, a través de la desesperación y el estado de náusea que atraviesa el protagonista:

“Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos. Es preciso decir cómo veo esta mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha cambiado. Es preciso determinar exactamente el alcance y la naturaleza de este cambio. Por ejemplo, ésta es una caja de cartón que contiene la botella de tinta. Habría que tratar de decir cómo la veía antes y cómo la veo ahora. ¡Bueno! Es un paralelepípedo rectángulo; se recorta sobre… es estúpido, no hay nada que decir. Pienso qué éste es el peligro de llevar un diario: se exagera todo, uno está al acecho, forzando continuamente la verdad. Por otra parte, es cierto que de un momento a otro —y precisamente a propósito de esta caja o de otro objeto cualquiera—, puedo recuperar la impresión de ante ayer. Debo estar siempre preparado, o se me escurrirá una vez más entre los dedos.

…Anteayer fue mucho más complicado. Y hubo además esa serie de coincidencias y de quid pro quo que no me explico. Pero no me entretendré poniendo todo esto por escrito. En fin; lo cierto es que tuve miedo o algo por el estilo. Si por lo menos supiera de qué tuve miedo, ya sería un gran paso.

Lo curioso es que no estoy nada dispuesto a creerme loco; hasta veo con evidencia que no lo estoy: todos los cambios conciernen a los objetos. Por lo menos quisiera estar seguro de esto.

…Algo me ha sucedido, no puedo seguir dudándolo. Vino como una enfermedad, no como una certeza ordinaria, o una evidencia. Se instaló solapadamente poco a poco; yo me sentí algo raro, algo molesto, nada más. Una vez en su sitio, aquello no se movió, permaneció tranquilo, y pude persuadirme de que no tenía nada, de que era una falsa alarma. Y ahora crece.

…Por lo tanto se ha producido un cambio durante estas últimas semanas. ¿Pero dónde? Es un cambio abstracto que no se apoya en nada. ¿Soy yo quien ha cambiado? Si no soy yo, entonces es este cuarto, esta ciudad, esta naturaleza; hay que elegir.

…¡La cosa anda mal, muy mal! Otra vez la suciedad, la Náusea. Y una novedad: me dio en un café. Los cafés eran hasta ahora mi único refugio porque están llenos de gente y bien iluminados; ni siquiera me quedará este recurso; cuando me vea acosado en mi cuarto, no sabré adónde ir.

…Entonces me dio la Náusea: me dejé caer en el asiento, ni siquiera sabía dónde estaba; veía girar lentamente los colores a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Y desde entonces la Náusea no me ha abandonado, me posee.” (*)

Roquetin no soporta el mundo y su mediocridad. En la novela esta aseveración está reflejada a través  de extraños personajes; un pequeño burgués frecuenta la biblioteca pública y pretende leer todos los libros que hay en ella: lo hace en orden alfabético ; el “Autodicacto”:

…Una alta sombra magra surge bruscamente detrás de mí. Me sobresalto.

—Perdóneme, señor, no quería molestarlo. Vi que movía usted los labios. Sin duda repetía frases de su libro. — Ríe—. ¿Andaba a la caza de alejandrinos?

Miro al Autodidacto con estupor. Pero él parece sorprendido de mi sorpresa:

—¿No hay que evitar cuidadosamente los alejandrinos en la prosa, señor?

—¿Qué lee usted?

Me parece que le repugna decírmelo; vacila un poco, revuelve sus grandes ojos extraviados, y me tiende los libros como con violencia.

…Las lecturas del Autodidacto siempre me desconciertan.

De pronto me vuelven a la memoria los nombres de los últimos autores cuyas obras ha consultado: Lambert, Langlois, Larbalétrier, Lastev, Lavergne. Me iluminé; comprendo el método del Autodidacto: se instruye por orden alfabético.

Lo contemplo con una especie de admiración. ¡Qué voluntad necesita para realizar lenta, obstinadamente, un plan de tan vasta envergadura! Un día, hace siete años (me ha dicho que estudia desde hace siete años), entró con gran pompa en esta sala. Recorrió con la mirada los innumerables libros que tapizan las paredes y debió de decirse, poco más o menos como Rastignac: “Manos a la obra, Ciencia humana”. Después tomó el primer libro del primer estante del extremo derecho; lo abrió en la primera página con un sentimiento de respeto y espanto unido a una decisión inquebrantable. Hoy está en la L. K después de J, L después de K. Pasó brutalmente del estudio de los coleópteros al de la teoría de los cuantas, de una obra sobre Tamerlan a un panfleto católico sobre el darwinismo, sin desconcertarse ni un instante. Lo leyó todo; ha almacenado en su cabeza la mitad de lo que se sabe sobre la partenogénesis, la mitad de los argumentos contra la vivisección. Detrás, delante de él, hay un universo. Y se acerca el día en que se dirá, cerrando el último volumen del último estante del extremo izquierdo: “¿Y ahora?”.

—Está usted alegre, señor —me dice el Autodidacto con aire circunspecto.

—Es que pienso —le digo riendo— que estamos todos aquí, comiendo y bebiendo para conservar nuestra preciosa existencia, y no hay nada, nada, ninguna razón para existir.

El Autodidacto se ha puesto grave. Hace un esfuerzo para comprenderme.

…Repite lentamente:

—Ninguna razón para existir… ¿Quiere usted decir, señor, que la vida no tiene objeto?¿No es eso lo que llaman pesimismo?

Reflexiona un instante más y dice, con dulzura:

—He leído hace unos años un libro de un autor americano; se llamaba: ¿Vale la pena vivir la vida? ¿No es la cuestión que usted plantea?

Evidentemente no, no es la cuestión que yo me planteo. Pero no quiero explicar nada.

—Concluía —me dice el Autodidacto en tono consolador— defendiendo el optimismo voluntario. La vida tiene un sentido si uno quiere dárselo. Primero hay que obrar, lanzarse a una empresa. Cuando se reflexiona, la suerte ya está echada, uno está comprometido. No sé qué piensa usted de esto, señor.

—Nada —digo.

El Autodidacto sonríe con un poco de malicia y mucha solemnidad:

—Tampoco es mi opinión. Pienso que no necesitamos buscar tan lejos el sentido de nuestra vida.

—¿Eh?

—Hay un objeto, señor, hay un objeto… están los hombres.

Exacto: olvidaba que es humanista. Permanece un segundo silencioso, el tiempo necesario para hacer desaparecer, limpia, inexorablemente, la mitad del buey estofado y toda una rebanada de pan. “Están los hombres…” Este individuo tierno acaba de pintarse de cuerpo entero. Sí, pero no sabe decirlo bien. Tiene los ojos llenos de alma, indiscutiblemente, pero el alma no basta. (*)

Existe una concepción de la moral-establecida-a priori y otra de la moral-establecida-a posteriori. La primera se basa en entidades universales preestablecidas, y para lograr la excelencia los individuos tienden a imitar modelos (también) establecidos a-priori. Por poner un ejemplo “hombre de bien”, es aquel que es bueno, y ¿qué es ser.bueno? Y, ser un buen hijo, obediente, un alumno aplicado, tener las mejores notas en la escuela, el liceo, luego, paralelamente también integrar el plantel deportivo de una institución de renombre, y si es el capitán, mejor, “más bueno”, será. Luego, irá a la universidad, y se graduará con honores, sus padres estarán orgullosos porque era lo que esperaban para su hijo, luego, siguiendo el predecible orden de estos comportamientos de “hombre bueno”, buscará una compañera de vida, contraerá matrimonio, tendrá hijos, será un profesional exitoso, etc.

…y fui a dar una vuelta por el Museo.

…Me recogí un instante y entré. El guardián dormía junto a una ventana. Una luz rubia, que caía de los vidrios, manchaba los cuadros. Nada viviente había en esa gran sala rectangular, salvo un gato que escapó asustado cuando entré. Pero sentí la mirada de ciento cincuenta pares de ojos.

Todos los que formaron parte de la “élite” bouvillesa entre 1875 y 1910 están allí, hombres y mujeres, pintados con escrúpulo por Renaudas y Bordurin.

…Las mujeres, dignas compañeras de esos luchadores, fundaron la mayoría de los patronatos, casas cunas, talleres de caridad. Pero fueron ante todo, esposas y madres. Educaron hermosos hijos, les enseñaron sus deberes y derechos, la religión y las tradiciones de Francia.

…El tinte general de los retratos tiraba al castaño oscuro. Los colores vivos habían sido proscritos por razones de decencia.

…Hacía mucho calor y el guardián roncaba dulcemente. Eché una ojeada circular a las paredes: vi manos y ojos; aquí y allá una mancha de luz comía un rostro.  Al encaminarme hacia el retrato de Olivier Blévigne, algo me retuvo: desde el cimacio, el comerciante Pacôme dejaba caer sobre mí una clara mirada. … No pude evitar cierta admiración; no vi en él nada mediocre, nada que diera motivo a la crítica: pies pequeños, manos finas, anchos hombros de luchador, elegancia discreta, con una pizca de fantasía. Ofrecía cortésmente a los visitantes la nitidez sin arrugas de su rostro; hasta flotaba en sus labios la sombra de una sonrisa.

Pero sus ojos grises no sonreían. Podía tener cincuenta años; estaba joven y fresco como a los treinta. Era hermoso. Renuncié a pillarlo en falta. Pero él no me soltó.

Leí en sus ojos un juicio tranquilo e implacable.

Comprendí entonces todo lo que nos separaba: lo que yo podía pensar de él no lo alcanzaba, era exactamente psicología como la de las novelas. Pero su juicio me traspasaba como una espada y ponía en duda hasta mi derecho a existir. Y era verdad, siempre lo había sabido: yo no tenía derecho a existir. Había aparecido por casualidad, existía como una piedra, como una planta, como un microbio. Mi vida crecía a la buena de Dios, y en todas direcciones. A veces me enviaba vagas señales; otras veces sólo sentía un zumbido sin consecuencias.

Pero con ese hermoso hombre sin defectos, muerto hoy, con Jean Pacôme, hijo del Pacôme de la Defensa Nacional, la cosa era muy distinta: los latidos de su corazón y los rumores sordos de sus órganos le llegaban en forma de pequeños derechos instantáneos y puros. Durante sesenta años, sin desfallecimientos, había hecho uso del derecho a vivir. ¡Qué magníficos ojos grises! Jamás había pasado por ellos la sombra de una duda. Además, Pacôme no se había equivocado nunca. Siempre cumplió con su deber, con todos sus deberes: de hijo, de esposo, de padre, de jefe. También reclamó sin debilidad sus derechos: niño, el derecho a ser bien educado en una familia unida, el derecho a heredar un nombre sin tacha, un negocio próspero; marido, el derecho a gozar de cuidados, de tierno afecto; padre, el de ser venerado; jefe, el derecho a ser obedecido sin chistar. Pues un derecho es la otra cara de un deber. Su éxito extraordinario (los Pacôme son hoy la familia más rica de Bouville) nunca debió de asombrarle. Nunca se dijo que era feliz, y cuando algo le proporcionaba placer, debía de entregarse a él con moderación, diciendo: “Es un entretenimiento”. De este modo, al pasar al rango de derecho, el placer perdía su agresiva futilidad.  … Decía: “Cuánto más simple y difícil es cumplir con el deber”.

Nunca más pensó en sí mismo: era un jefe. Otros jefes colgaban de las paredes; hasta era lo único que había.

…Habían entrado un señor y una señora. Estaban vestidos de negro y trataban de pasar inadvertidos. Se detuvieron, sobrecogidos, en el umbral de la puerta, y el señor se descubrió maquinalmente.

—¡Ah!—exclamó la señora muy conmovida.

El señor recobró más rápido su sangre fría. Dijo, en tono respetuoso:

—Es toda una época.

—Sí —dijo la señora—, es la época de mi abuela.

Dieron unos pasos y encontraron la mirada de Jean Parrottin. La señora se quedó con la boca abierta, pero el señor no era orgulloso; tenía unos ojos humildes, debía de conocer bien las miradas intimidantes y las audiencias abreviadas. Tiró dulcemente a su mujer del brazo:

—Mira a éste — dijo.

La sonrisa de Rémy Parrottin siempre había puesto cómodos a los humildes.

La mujer se acercó y leyó, con aplicación:

—Retrato de Rémy Parrottin, nacido en Bouville en 1849, profesor de la escuela de medicina de París, por Renaudas.

—Parrottin, de la Academia de las Ciencias —dijo su marido—, por Renaudas, del Instituto. ¡Esto es Historia! La señora meneó la cabeza y miró al Gran Jefe.

—¡Qué bien está!—dijo— ¡Qué expresión inteligente!

El marido hizo un amplio ademán.

—Todos éstos son los que han hecho a Bouville —dijo con simplicidad.

—Está bien que los hayan puesto aquí juntos —dijo la mujer enternecida.

… Yo lo sabía. Hace dos años consulté por él el “Pequeño diccionario de grandes hombres de Bouville”.

…Éramos tres soldados de maniobras en aquella sala inmensa. El marido, que reía de respeto, en silencio me echó una mirada inquieta, y bruscamente dejó de reír.

…¿Y los soldados? Yo estaba en el centro de la sala, punto de mira de todos esos ojos graves. No era un abuelo, ni un padre, ni siquiera un marido No votaba, apenas pagaba algunos impuestos; no podía engreírme ni de los derechos del contribuyente, ni de los del elector, ni siquiera del humilde derecho a la honorabilidad que veinte años de obediencia confieren al empleado. Mi existencia comenzaba a asombrarme seriamente. ¿No sería yo una simple apariencia? “¡Vaya, me dije de improviso, yo soy el soldado!” Esto me hizo reír sin rencor. (*)

Suena como a demasiado, ¿verdad? Por supuesto. El hacer “lo.que.se.espera.de.mi”, supone un estrés brutal, y conduce a la insatisfacción: ¿Y alguien me preguntó a mi qué quiero hacer?

Nos comportarnos según patrones establecidos que nos alejan de nuestra identidad, puesto que no existe una entidad universal de “hombre bueno”, sino que existen tantas definiciones de “hombre bueno”, como habitantes en el planeta.

Uno es lo que hace” es una de las premisas de la filosofía existencialista. Esta frase implica un concepto de moral establecida-a-posteriori, el individuo es proyecto y movimiento, se va “haciendo” en base a la experiencia, y a su ser-en-el-mundo.

Sartre hace filosofía por medio de la literatura y literatura por medio de la filosofía.

Anna Donner Rybak ©®

(*) Fragmentos de la Novela.

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