Sobre nuestras festividades.

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 Diana Sperling
El perdón y la escritura

 

La milenaria tradición judía afirma que en Rosh Hashaná se nos inscribe en el Libro de la Vida, y que en Iom Kippur, diez días después, esa inscripción es rubricada. Si hemos usado esos días intermedios –se los llama “los diez días de teshuvá”, es decir, de retorno o reparación; algunos lo traducen como “arrepentimiento”- para reflexionar sobre nuestros errores y corregirlos, D’os nos perdonará y firmará una sentencia positiva, una promesa de vida, un… juicio favorable. Hay muchos modos de interpretar esto: entre otros, una manera teológica, donde se piensa a D’os como una divinidad personal que premia y castiga, interpretación de tono moral vinculada a la fe. Otra forma –la que yo elijo- es pensar la instancia de Iom Kippur como una escena legal. Más allá de creencias individuales o convicciones religiosas, los humanos somos sujetos legales y, lo queramos o no, estamos bajo el imperio y el amparo de la Ley. Ley simbólica –o formal, como diría Kant- que nos constituye como seres de la cultura y nos aleja de la naturaleza. En ese sentido, D’os es un nombre de la Ley: algo que está por encima de todos y cada uno, que no nos pertenece y que no podemos manipular a nuestro antojo. El mundo del consumo y la inmediatez nos ha acostumbrado a pensar que somos amos y señores de todo lo existente, que podemos poseer lo que nos plazca y dominar el universo con la técnica. La Ley viene a recordarnos, año tras año, que no somos omnipotentes. Ella nos anoticia de que habitamos un mundo compartido, que somos lo que somos entre y con otros. Es la responsabilidad la que hace de la libertad un don precioso y no un mero capricho. Y ser responsable es responder: ante otros, ante el Otro, ante la Ley que nos obliga y nos convoca.

Pero además, esta figura de la tradición tiene la característica de formularse en términos de escritura. Como si dijera que la vida humana solo es tal si deja marca, si comporta una inscripción, si es algo a leer. La escritura implica la ausencia: lo que quedará cuando el que escribe ya no esté, lo que se leerá cuando se haya apagado la voz del que emite el discurso. Esa rara forma de presencia que es la evocación, la memoria y el legado. Si bien en esta instancia el que escribe es D’os, al final de la Torá se dice que, terminado el Libro, cada cual debe escribir su propio texto, su propia canción, sus páginas personales. Continuar, entonces, la Escritura, involucrarnos en la perpetua creación y reparación del mundo, autorizarnos como herederos e intérpretes de la Ley. Solo así la letra se mantiene viva y la voz nos habla, porque la –y le- hablamos. La firma, como en todo pacto, rubrica que se trata de –como diría Blanchot- un diálogo abierto o una conversación infinita.
GMAR JATIMÁ TOVÁ, que seamos bien firmados en el Libro de la Vida.

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